Por Sebastián Valdés Lutz
Director Independiente en Frutexsa y Piwén
Revista El Campo - El Mercurio 14/12/2020 - Página 14
En 1980 existían 39 compañías vitivinícolas de distinto tamaño en Chile, 15 de ellas fundadas antes de 1900. En 1990 ese número llegó a 47, y al año 2000 a 84, mostrando un crecimiento exponencial que se mantuvo por cerca de una década adicional. El auge exportador del sector vitivinícola tuvo su espejo en fruta fresca y años después en frutos secos, y en la medida que Chile ha encontrado oportunidades, nuevas razones sociales e instalaciones se han creado buscando más ventas y utilidades.
La realidad, sin embargo, es que la mayor parte de esos nuevos proyectos vinícolas, que pretendían transformar uvas en botellas de vino para competir en el desafiante mercado global, estuvieron muy lejos de entregar las rentabilidades que prometían las planillas de Excel, en los casos en que la inversión gozó de ese análisis previo. Las vinícolas resilientes esperaron más de una década para mostrar números azules en su última línea, una parte importante nunca ha llegado a ello, y realmente muy pocas muestran rentabilidades atractivas. Casos similares podemos encontrar en inversiones en almazaras de aceite de oliva, en cámaras de frío, o en líneas de embalaje de algunas especies frutales para fresco.
La industrialización, el paso hacia la comercialización directa, o lo que se conoce como la integración vertical hacia delante, pasó de ser el sueño de sumar margen y control, a la pesadilla de lidiar con más variables y mayor competencia, obligándolos a hacer escala para sobrevivir.
La gran pregunta es porqué cada eslabón de la cadena no se dedica a hacer lo que mejor sabe hacer, y en ello innova, crece y se desarrolla, tal como ocurre en California, por dar un ejemplo. Una de las respuestas es sencilla: Porque no existe confianza entre cada eslabón, y en ausencia de ella, cada empresa prefiere construir su propia, frágil e imperfecta cadena.
La confianza, el principal activo en la agroindustria, se adquiere y pierde por responsabilidad propia, pero también por la del grupo de pertenencia. Por muchos años la industria exportadora se afanó en exhibir abiertamente su abundancia y usar la información a su favor, y cuando una experiencia se hace costumbre, se transforma en creencia, y a pesar de que esos excesos ya no existen, en el presente hay toda una generación de agricultores que simplemente no confía en los exportadores por esos “pecados de antaño” y se ha preocupado de transmitir ese recelo a las nuevas generaciones.
Lamentablemente, la atomización que está provocando a nivel industrial y comercial la proliferación de estas “cadenas imperfectas” está socavando la posición competitiva de nuestro país sectorialmente. Cada agroindustria tiene muchas decenas de exportadoras ofreciendo producto chileno, lo que no sólo presiona artificialmente los precios a la baja, sino también dificulta que se generen adecuadas economías de escala y costos competitivos internacionalmente. Desafortunadamente, ProChile ha agravado el problema, confundiendo promoción a la innovación y el emprendimiento, con promoción de la atomización en la agroindustria.
Pero hay más. Las tendencias en alimentos apuntan hacia el conocimiento exacto del origen y el proceso, dando por sentada la inocuidad. Estas exigencias requieren estructuras internas cuyos costos habitualmente no son evaluados. Al verse enfrentadas con estos “problemas”, muchas de estas novatas exportadoras invierten lo justo para cumplir con la auditoría de turno, pero no para enfrentar el fondo, que es cuidar la salud del consumidor. Es aquí donde comienzan a poner en serio riesgo el nombre de Chile.
La falta de “sincronización” entre los eslabones de la agroindustria (agricultores, procesadores y exportadores) es una desventaja competitiva transversal de Chile que se debe resolver. Es indispensable que se reconozca el valor de quien trabaja bien, y que vuelva la confianza para quien se la merece. Que impere el sentido común, que se invierta con “real conocimiento de causa”, considerando la competencia y el ritmo al que la demanda es capaz de crecer. El agricultor debe entender que exportar no es “poner a alguien a viajar”, que procesar no es ”construir un galpón y poner máquinas”, sino que ambas actividades se deben hacer al nivel que el consumidor final lo requiere y al costo que está dispuesto a pagar; y el exportador debe entender que el agricultor no es su proveedor, sino su “socio estratégico” a quien debe entregarle el valor justo por su fruta.
Como sociedad fallamos constantemente en lograr acuerdos que se enfoquen en la maximización del bien común, privilegiando los intereses particulares de los más vociferantes. No repitamos esos mismos pecados a nivel de nuestras agroindustrias, puesto que su salud y competitividad sectorial es imprescindible para el desarrollo de las agrícolas, procesadoras y exportadoras que las integran.
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