OPINIÓN
Por Sebastián Valdés Lutz
A pocos días de conocer quiénes serán los encargados de redactar la nueva Constitución de Chile, que será luego presentada para la aprobación de la ciudadanía, todas las señales apuntan a que tanto la carta fundamental de nuestra legislación, como probablemente las leyes que la acompañarán con posterioridad, tendrán un marcado acento garantista de derechos ciudadanos.
Sin haberse hecho un exhaustivo análisis causal de los hechos que acontecieron el 18 de octubre del 2019, que fueran o no organizados, fueran o no manifestación agresiva del descontento de miles de ciudadanos, es inverosímil que obedecieran a un único motivo, o buscaran un solo objetivo. Probablemente los dolores tenían distintos lugares y distintas intensidades, pero sus llantos se interpretaron como uno solo. La cadena de demandas de nuevos derechos sociales, de destrucción de viejas instituciones que habían acompañado las décadas pasadas, de negación de lo establecido y de instauración de lo nuevo, fue un remedio prescrito sin diagnóstico científico, sin exámenes, sin estudio de experiencias previas.
Con el mismo ímpetu revolucionario, y sin las cicatrices que otorgan las malas decisiones, el país está siendo empujado a expandir las fronteras de los derechos ciudadanos y las garantías constitucionales, usando el argumento de la reivindicación social histórica. Pero los países no se conducen mirando exclusivamente el retrovisor, sino el camino que está delante de nosotros, y las decisiones deben responder más al entorno, a las amenazas y oportunidades del futuro, que a los acontecimientos del pasado.
Dando por descontado que la nueva Constitución tendrá un acento garantista, al estimar los efectos de las leyes y decretos que vendrán con ella, debemos ser prudentes y conservadores, considerando siempre los posibles arbitrajes en contra de las medidas implementadas. Se debe tener en consideración la cultura del ciudadano chileno, sin idealizarla ni asemejarla a la de países con otro origen, historia y costumbres.
En Estados Unidos, cuando una persona abre el gabinete dispensador de periódicos, saca solamente uno, y luego lo cierra. Está en su cultura respetar los acuerdos sociales, incluso aunque nadie lo esté observando, porque entiende que es su contribución para que la sociedad funcione como debe. ¿Qué pasaría en Chile con estos dispensadores? ... Usted sabe la respuesta.
Hace algunas semanas Ricardo Ariztía causó polémica por asegurar que los bonos entregados por el Gobierno desincentivaban al personal agrícola a buscar trabajo, al tener asegurado el ingreso para vivir. Las palabras del dirigente y empresario fueron duramente criticadas por la opinión pública, pero todos los que estamos en la actividad agrícola sabemos que están absolutamente apegadas a la realidad. Y desde antes de esta pandemia: Cada vez es más común encontrar trabajadores agrícolas solicitando trabajos “en negro” para no registrar ingresos formales, y poder mantener los beneficios gubernamentales asociados a la precariedad social.
A nivel tributario hay muchos ejemplos. Prácticamente cada vez que se dicta una nueva regla, de inmediato los arbitradores “inventan la trampa” para evadirla.
Lamentablemente, cuando un Estado se vuelve garantista “sin contemplaciones”, como es el caso de nuestros vecinos argentinos, termina fomentando el arbitraje por sobre el trabajo honesto. Los que se esfuerzan poco terminan recibiendo lo mismo que los que se esfuerzan mucho, y el trabajo empieza a perder el sentido.
Derechos garantizados implícitamente es “dinero garantizado”, y así como se quiere asegurar que los ciudadanos tengan acceso a él, se debe igualmente asegurar que quienes tienen los deberes que financian ese dinero, los cumplan, no importando su condición social. Para ello, es fundamental entender nuestra cultura, con sus imperfecciones y diferencias con el mundo desarrollado que se quiere imitar. Hay que hacer leyes para chilenos, leyes anti arbitradores, leyes “anti-pillos”.
Si queremos otorgar el derecho a educación de calidad, no podemos suponer que la ciudadanía ya la tiene, sino todo lo contrario. Sólo con el tiempo podremos vender diarios en dispensadores, o tener bicicletas públicas en barrios marginales, o conductores que no beban alcohol al conducir, o alumnos que no copien en las pruebas, o empresarios y profesionales que no evadan impuestos, o políticos y empleados públicos que no malversen fondos, o trabajadores que no presenten licencias médicas falsas, o empleados que no organicen robo hormiga en sus empresas; quizás hasta podamos tener votación electrónica, sin el riesgo de que los votantes vendan sus votos.
Hasta entonces, hay que velar por legislar inteligentemente, para que las garantías no atraigan el desdén hacia el trabajo, para que las garantías no maten la iniciativa.
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