Por Alejandro Valdés
La Feria Tattersall, camino a Cerrillos, junto a la línea del tren, tenía una identidad propia, indesmentible, síntesis de la relación del campo y la ciudad, donde confluían grupos de personas tan heterogéneas como ganaderos, matarifes, industriales de la carne, martilleros, arrieros y crianceros.
Allí trabajó mi papá Joel Enrique, como cajero, jefe, martíllero, y al final, gerente del área de ganado y remates especiales de El Tattersall, durante más de 20 años.
Era una empresa tradicional, líder en la comercialización de ganado vacuno, como también en cordero y cerdo, así como en productos del país, propiedades y maquinaria agrícola.
Era un lugar único, con prestigio y fama de gran empresa.
Pero también punto de encuentro de grupos humanos representativos de toda la escala social y económica del país. Tierra de oportunidades, de negocios rápidos, fuerte competencia y actividad febril, de buenas y malas prácticas. Había que estar alerta.
Allí se desarrolló en mi papá su tendencia a escuchar para conocer mejor a las personas, su alta valoración de la honestidad, la responsabilidad y el sentido de familia. Su tremenda empatía con quienes buscaban oportunidades y entendían que el éxito era el resultado del trabajo honesto y un sano sentido de vida.
Así apoyó e incluso guió a muchos trabajadores, especialmente arrieros, para que se convirtieran en pequeños empresarios en el rubro de la distribución de carne en Santiago, como a muchos otros que se acercaron a él en busca de oportunidades.
Yo trabajé unos meses como ayudante de martillero en la Feria Tattersall y me llamó la atención que tanto empleados como obreros y arrieros me gritaban “primo” al pasar cerca de ellos. Después supe que era por ser hijo de mi padre al que, entre ellos, llamaban “tío”.
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